Mi abuela está sentada en la mecedora de la casa hacienda. Ella hasta hace poco era una firma, una rúbrica, hoy es una viejita sentada en una mecedora. Ya no se puede mecer, ni ella ni la mecedora., los años le han entrado a las dos y han decidido quedarse. Es que, sin medicinas ni cuidado, habiendo ya cedido en vida los terrenos que la mantenían aún "importante", carece ahora para su hijo, el flamante administrador de facto de todos los bienes, de valor alguno.
Vivía ella en la ciudad, e iba a ver cómo iban los trabajos en la hacienda. Ahora no hay nada que ver, en sus momentos de lucidez toma conciencia de su estado, de encontrarse despojada de todo, sentada en la más absoluta soledad, pretendiendo mecerse en una mecedora que no se mece. Esa es la más sublime de las ironías.
Entre las cabezas de ganado se encontraba mi vaquita, aquella que fue vendida sin consultármelo por mi tío, el administrador, y cuyo dinero jamás vi. Mas el dinero no era lo importante aquí, la vaquita era el recuerdo de aquellas épocas en las que la familia era familia, y no las cabezas de ganado una medida del valor de sus miembros.
Ahora no hay vaquitas ni terrenos y espero, por su bien, que mi abuela no tenga un momento más de lucidez nunca, para que no se vea a sí misma abandonada, sin medicinas, sin nadie que la cuide, sabiendo que, ahora que ha cedido sus propiedades a un avaro hijo, su vida es una mera circunstancia, circunstancia a punto de terminar en una mecedora.
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