Todo lo que él vio yo lo vi. Él, en su poder supremo, dejó que conociera su alma desde mi cuerpo, y supe así todo cuanto aconteció en su travesía por ese mundo extraño.
Mirábulos acudían, y no con desgano ni repudio, esa noche. Las zarzas se alzaban bajo la penumbra, mientras la luna, diluida en el cielo, engullía sus bordes. Aquellos seres sin nombre ni rostro permanecían en un movimiento constante, articulado, monótono, andando el sendero y pisando la tierra quebrada, acercándose inexpresivos a contemplar el suceso. El ave ascendía grácilmente, el rito estaba por consumarse. El Esedión sacudía su báculo en pos de propiciar la venida de las nubes, mientras el resto miraba con extraña atención el fenómeno. Ésta era la noche, esa noche, y todos se congregaban en medio del desierto cuyas ramas secas se extendían como brazos cansinos por sobre la tierra, para concretar las escrituras.
Cansino llegó una noche, perdido y lacerado, dejando en la infértil tierra una estela de sangre que delataba su camino en el instante en que tomábale a la aquella saciar su ominosa sed. Mas a él no le importaba: Su frágil carne comenzaba a reclamar descanso, el sueño y la fatiga se cernían sobre él. Incluso así siguió andando por días y días, durmiendo sobre las secas ramas, bebiendo de su sangre y su sudor de hombre. Le pareció que todo había terminado, la búsqueda de su santo grial lo había llevado al último de los siete círculos, a lo más profundo, habría encontrado la tierra de su muerte.
Esa mañana pasó como tantas otras: él, vencido por la suerte, dejaba su alma por momentos y luego se acordaba de sí, una pequeña esperanza seguía brillando en su interior. Agarraba su bastón y emprendía nuevamente esa marcha sin fin a la nada. Ebrio de sol y de tierra, fue a parar a los pies de una gran columna de cristal, elevada desde la seca tierra hasta Dios, que hería sus ojos al refulgir. Cerró los ojos, cegado por la luz, y envuelto por el sueño… durmió.
Desconcertado al despertar en aquella habitación, brillante en toda su dimensión y más que traslúcida, transparente quizás, se asomó por el tragaluz de su celda. Cómo la describiría él, la fascinación por lo exótico lo había llevado a perder la razón, y este recinto era algo nuevo y maravilloso, deslumbraba su mente y agitaba sus pupilas ávidas de conocimiento. Despertó ese engendro dedicado a saber todo en él. Recuerdo que alguna vez, algún día sin nombre ni fecha, habíase propuesto saber todo y conocer todo, y ese impulso sin pies ni cabeza, que era bueno y malo a la vez, encausó su andar a lo largo de la vida. Para él era todo muy simple, la vida era él, no existían límites más allá de su tiempo, el mundo nacía y moría con él, y aquello que estaba fuera de sus sentidos simplemente nunca había existido.
Pero aún no sabía cómo es que había llegado ahí, ni como se curó de sus males. Ese cuarto maravilloso, en el cual se veía encerrado, comenzó a parecerle una hermosa prisión. No obstante de ser hermosa le atemorizaba el no conocer qué funestos propósitos habían llevado a su encierro, ni cuál sería su destino; al contrario, si de algo estaba seguro era de que su encierro no le hacía avizorar un futuro agradable.
Ese diáfano claustro tenía vista al vacío, por más que he tratado en estas líneas de explicar algo de lo que él observó me es imposible debido a lo que era: todo y nada, era como un reflejo de su propia alma, esos senderos inexpugnables que le decían todo su pasado, su presente y su destino, y que no lo dejaban dormir. Mirando por una de las paredes vio la hora de su muerte, rápida como un destello, pero la vio, y un escalofrío recorrió toda la médula de su desesperación, por lo que sosegado se sentó a aguardar la hora de su fin. En realidad no entendió muy bien que es lo que pasaría, pero él sentía que en el fondo de su alma toda la verdad aguardaba, había sedimentado y sólo esperaba a que su corazón se agite fuerte para mezclarse otra vez con su presente.
Se abrió la puerta de aquella habitación de cristal y unos seres lo invitaron a dejarla, entonces quedó ésta en penumbra repentinamente, y todas la imágenes, junto con la luz que lo alumbraba, se fueron con él. Dejaron atrás, él y aquellos que suponía él eran guardias, en comitiva el cuarto a través de un pasadizo, largo como el tiempo corredor de color luz, dejándolo en un amplio salón azul, azul desde el cielo hasta los rostros azules, azul que hería los ojos, un azul en el estado más puro y perfecto que se conozca. En el fondo de ese majestuoso salón, levantábase un velo que cubría desde el firmamento hasta las losas azules, y delante de ese velo una fulgurante silla plateada, silla hecha de luna fundida, brillaba en todo ese mundo como su luminaria, a través de una majestuosa abertura en el cielo. Sin duda -él pensó- esta silla debe pertenecer al gobernante de este lugar extraño pero a la vez maravilloso.
Su ser pudo más qué su miedo, y es ahí cuando la curiosidad lo obligó a acercarse a ese trono para observarlo un poco más de cerca. La sala estaba vacía y nadie se lo impediría, pero ¿Estaba bien? ¿No le acarrearía algún problema? No podía tener más problemas –concluyó– así que decidió aventurarse y correr el riesgo. fue acercándose lenta y sigilosamente, embelesado cada vez más por ese brillo, que como una droga hecha de esos recordados reflejos de las aguas, calaba en su ser y en su voluntad. Iba así aproximándose más y más, y para cuando llegó al trono, sintió al fin su vínculo con éste: él había nacido para esto, era suyo, siempre había sido así, y nada en este universo habría podido impedir este encuentro, tal como lo dijo el cosmos en su nacimiento, cuando marcó una estrella en su frente.
Sentose en su trono, en el salón azul, del mundo venidero que era color azul y del color de su alma, y de un momento a otro comenzaron a aparecer de entre el azul, como por arte de magia ,seres oscuros y extraños, sin rostro aparente, de carnes magras y ojos cansinos, como hijos de la noche. A éstos los lideraba un estilizado ser, alto y translúcido, a través de cuya piel se podía ver el conocimiento que había guardado probablemente desde siempre, y cuyos ojos tenían la sabiduría que solo el tiempo además poseía. Este ser, llamado el Esedión, sin decirle ninguna palabra levitando se acercó, y prosternándose frente a él, le mostró en su propia mente que había sido el escogido para salvar a su pueblo de la destrucción. Solo él podía rescatarlos, pero primero debía, como ser escogido, tener todo el conocimiento propio de los salvadores.
Toda la comitiva de estos seres, los Mirábulos, abandonó el gran salón para seguir a su nuevo gobernante hacía un pequeño recinto que él sentía que ya conocía, quizás porque el Esedión se lo mostró en su mente, un muy grotesco salón de roca sin pulir, de tonos marrones y grises, con grietas y desniveles, donde descansaba en el centro un sillón de zafiro y junto a éste, en un pedestal de piedra, posado esperaba un ruiseñor de oro, ave causante de la luz que iluminaba a aquella fría habitación. Entró él solo y, sentándose en el sillón de zafiro, aquel brilló con un fulgor escarlata de manera tal que el resto del mundo quedó en la más absoluta penumbra por un instante. Repentinamente el ruiseñor de oro despertó y echó a volar por entre los toscos seres, a través de los pasadizos color luz y las mamparas de cristal, para perderse en el vacío. Fue aquí que él se paró y miró a los Mirábulos como si los conociera a todos, como si los hubiera visto nacer y también visto morir. Era más sabio que el Esedión, él conocía las verdades y las almas.
Ya lo comprendía todo -algo que para nosotros sería como un Dios- y, sabiéndolo todo, entendió porqué veía su vida a través de las paredes transparentes del claustro, además de cuándo y en qué circunstancias había sido capturado por los Mirábulos: veía todo claramente porque sólo quien era el elegido podía conocerse a sí mismo, y fue capturado porque sólo el elegido podía cruzar el mundo para encontrar un territorio que no aparece en ningún mapa porque no existe para nosotros. Entendió así cual era su misión, porque lo conocía todo, y por ende se dirigió a la entrada del palacio cuya ubicación ya conocía, a través de los corredores de luz que se opacaban con su presencia y de los cuartos donde el último elegido contemplaría su futuro.
Abrió las puertas de rubí tallado con todas las formas del universo, puertas gigantes que separaban al palacio del infinito. Cuando él las abrió, y los varios brazos de altura de la puerta se movieron, ya era de noche. Se veían desde el palacio de cristal, que estaba erguido sobre el mundo y de donde todo se dejaba ver pequeño y distante, todas las tierras secas y marchitas, los campos grises y las praderas muertas, todas bajo la noche estrellada que alumbraba la miseria del mundo.
Sabía que debía bajar, y así lo hizo solo con pensarlo, posándose sobre la triste y reseca tierra, pisando pastos mustios mientras éstos crujían de dolor. Bajaron también los Mirábulos para seguir a su salvador, junto al Esedión que lo acompañaba en la fúnebre marcha. Fueron alejándose de la columna de cristal cada vez más, internándose en la maraña de bosques secos buscando el lugar destinado, aquel que aparece en las escrituras.
Todo el grupo caminaba acompasado, mientras musitaban las escrituras en pasmosa repetición, en especial los pasajes que decían de cómo un día llegó el hombre que les trajo la tierra, de cómo otro de los elegidos les regaló el fuego, y de aquel que hizo que sople el viento en el mundo, en su mundo...
Llegaron al santuario, estaba lleno de motivos ondulados que, como cintas de roca, recorrían toda la estructura por todos sus ángulos. Yacían al costado del santuario los templos de la tierra, del fuego y del viento. El Esedión abrió las puertas del cuarto templo y tomó de allí su báculo junto al ruiseñor de oro, quién estaba esperando el momento dentro del templo. En ese momento los Mirábulos callaron e hicieron un rito de purificación lamiéndose las manos y escupiendo al suelo, en una sincronía tal que hacía pensar que ellos ya habían hecho ésto antes.
Se dirigieron luego, liderados por su salvador, a un descampado del bosque, donde formaron un círculo, mientras miraban con sus inexpresivos ojos al Esedión, quien agitaba su báculo hacia el cielo. Las nubes al fin llegaron y el ruiseñor voló alto, muy alto, y murió en el cielo. Su luz y su alma entraron por los ojos del salvador quien, parado en medio del círculo de Mirábulos comenzó a llorar. Lloró y lloró él por muchas lunas, bajo la mirada expectante del Esedión, mientras los Mirábulos iban construyendo un templo nuevo, el quinto templo, el templo del alma, porque así decían las escrituras:
Morirá el cuarto elegido,
el cuarto rey, el cuarto Dios,
llorando ríos,
llorando mares,
llorando lluvia,
y poco faltará para la vida.
Setecientos setenta y siete sueños después
llegará y morirá el último,
el quinto elegido,
el quinto rey, el quinto Dios,
regalando su sangre roja
que manchará la tierra
y dará color a las flores negras.
Nacerá el amor en el mundo
y brillará la luz del amanecer del primer día.
Los Mirábulos tendrán alma,
poblarán la tierra y se multiplicarán,
y así el Esedión podrá descansar
por primera vez y para siempre.
El Esedión dio una última mirada al mundo casi listo, antes de regresar a esperar al último elegido, mirando el borde del infinito desde la cima de su torre de cristal, erigida en la mitad de lo que aún era la absoluta nada, luego de que habiendo construido el último templo, los Mirábulos fueran desapareciendo uno tras otro, desvaneciéndose mientras contemplaban aquello que el cuarto salvador recordaba al estar frente a su trono: los reflejos del agua nueva.