Como en una pobre Londres

martes, 22 de abril de 2008


Definió la estancia como un claustro de leche helada, un líquido que, malvado como todos los líquidos flotantes, se le adhería a los huesos. Y aún así, era el porche de los sueños idos, pues ya sin esperanza poco puede uno pensar para sí, excepto por la tibieza del olvido. Así relamió lo que ya había comido, presto para dormir, y soñó.

La fría libertad se zarandeaba huyendo de él, trepándose al limonero más alto del que alguien pueda dar fe. Sin ningún sentido de aguardar a que se encuentre expuesta, regresaba a dormir ya, pero fue envuelto por un pasado de manta tibia y corazón perenne, suficiente para olvidar su condición de exiliado, para unirse a la manada que no llevaba a ninguna parte.

Despertó para llorar, llorar por la leche, por las vueltas de su estómago desacostumbrado de comida, sollozó al sentir cómo el frío es más frío cuando está uno a merced de él, confinados ambos a la quietud del pórtico. En esos casos, la gelidez se retuerce sobre sus víctimas, constriñéndolas, drenándoles el futuro y reemplazándolo por dolores agudos, como caricias de dagas. La víctima entonces conoce en su imposibilidad de huir y se entrega al ballet de su congoja -como hizo él- y siguió llorando sobre aquello que quiso ser comida, que ahora es una irónica comparación con la tibieza humana.

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