La fría libertad se zarandeaba huyendo de él, trepándose al limonero más alto del que alguien pueda dar fe. Sin ningún sentido de aguardar a que se encuentre expuesta, regresaba a dormir ya, pero fue envuelto por un pasado de manta tibia y corazón perenne, suficiente para olvidar su condición de exiliado, para unirse a la manada que no llevaba a ninguna parte.
Despertó para llorar, llorar por la leche, por las vueltas de su estómago desacostumbrado de comida, sollozó al sentir cómo el frío es más frío cuando está uno a merced de él, confinados ambos a la quietud del pórtico. En esos casos, la gelidez se retuerce sobre sus víctimas, constriñéndolas, drenándoles el futuro y reemplazándolo por dolores agudos, como caricias de dagas. La víctima entonces conoce en su imposibilidad de huir y se entrega al ballet de su congoja -como hizo él- y siguió llorando sobre aquello que quiso ser comida, que ahora es una irónica comparación con la tibieza humana.
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